Cuando llegamos a la Casa de Ejercicios la gente ya había cenado y se encontraba en la capilla en plena meditación sobre los valores cristianos dentro del matrimonio. Ana aún se tenía que instalar y llegábamos sin cenar por lo entretenida que estaba siendo la tarde, de modo que optamos por no molestar y dedicarnos a lo nuestro. De hecho, tampoco estábamos muy animados a estar con los demás. Había mucho de lo que hablar y de la meditación nos enteraríamos, más bien, poco, por no reconocer que nada, aparte que a Ana no le convencía demasiado la idea de que estuviéramos juntos en el banco. Hubiera sido la primera vez y no estaba mentalizada como para planteárselo con suficiente tranquilidad. Es decir, que no le había importado dejarme conducir su coche, pero aún tenía reparos en compartir su rato de oración; me había presentado a sus padres, pero no aceptaba que intimásemos tanto. Todo a su tiempo y precisamente por eso estábamos allí, para aprender a ser pareja y a vivir ese amor desde un correcto planteamiento cristiano.
A diferencia de la Pascua, allí no había dos casas, no estaba tan definida la separación entre el alojamiento de las chicas y los chicos por el hecho de ser aquel un único edificio y aquella una convivencia para novios y matrimonios. Es decir que los matrimonios compartían pasillo e incluso estarían en habitaciones contiguas, pero a las parejas de novios no se nos daba la misma consideración, ni tan siquiera pared con pared, ya que ni siquiera se permitiría la coincidencia en el pasillo, chicos en una planta y las chicas en la otra, dado que como novios debíamos vivir y aprender a vivir ese noviazgo como tal, desde la responsabilidad y no imitando a los matrimonios en todo, sino tomando ejemplo de éstos. De igual modo, los matrimonios no debían olvidar que en su día habían sido novios. En todo caso, nadie podía olvidar dónde estaba ni a lo que había ido a hacer allí. Se trataba de convivir en un clima de oración y fraternidad, sin que los momentos en común o privados resultasen incoherentes porque aquello no era un hotel y nuestra estancia allí debía ser ordenada en todos los aspectos, que se viera que aquello nos servía para algo.
Ana se sintió aliviada cuando comprobó que mi habitación no se encontraba en el mismo pasillo ni en la misma planta que la suya. Lo cual no había sido fruto de una simple cuestión de azar ni porque fuera ella la última en incorporarse. Los organizadores de la convivencia lo habían previsto así por el bienestar de todos, aunque mi actitud allí no fuera como en la Pascua, ni en ese sentido se me recriminase nada, ni por su puesto a Ana, quien ya haría los esfuerzos necesarios para evitarse problemas. Sin embargo, de los que estábamos allí, éramos quienes menos tiempo llevábamos juntos e iba siendo hora de que me tomara aquella situación de manera menos impulsiva. Ana me llevaba ventaja en ese sentido, pero tampoco debía contagiarse por mi entusiasmo cuando debía ser yo quien aprendiera de su moderación. Estando en habitaciones separadas, tan distantes la una de la otra, aprenderíamos el valor de la confianza y la templanza, a descubrir que todo tenía su momento y su lugar, que estábamos allí para rezar y conocernos como personas y no tanto como novios. Aprenderíamos a respetarnos y a tener esa complicidad.
Como hacía buen tiempo, y el comedor estaba cerrado, nos salimos al patio a cenar, por suerte para nosotros se había pedido a los responsables de la Casa que se dejase una puerta abierta por si a alguno le apetecía salir del edificio durante la noche. No es que tuviéramos que estar allí encerrados todo el fin de semana, pero las puertas se cerraban por seguridad, aunque mi verdadero problema estuvo en no haberme traído la cena de casa; la culpa fue una falta de previsión o exceso de confianza en mis planes para aquella tarde, si me encontraba con Ana. Error o despiste que, sin embargo, ella sí tuvo en cuenta, dado que mi visita no había sido tan inesperada como yo había pretendido, aunque acabase siendo yo el sorprendido. El caso fue que ella venía preparada para compartir su cena conmigo y le hubiera sentado mal que rehusara, aun cuando se hubiera dado la circunstancia de yo no haber sido tan confiado. A ella le apetecía ejercer de anfitriona y lo único que pude hacer fue aceptar su invitación.
A la luz de las farolas, mientras cenábamos sentados en el escalón de la puerta, me confesó que su madre se lamentaba por la ruptura con Carlos después de tres años saliendo juntos, por lo que el cambio de pareja no le convencía demasiado, consideraba que había sido a peor. No porque tuviera algo en mi contra, sino por todo lo que implicaba. Yo vivía demasiado lejos, casi no me conocía y, en principio, no tenía nada relevante que aportar a su vida. Su madre, de algún modo, era la voz y la opinión de la mayoría, que Ana se equivocaba al querer estar conmigo, por su renuncia a una relación que parecía estable porque Carlos y ella hacían buena pareja; opinión o apreciación que yo también había compartido en su momento. En definitiva que lo nuestro se entendía como un capricho o una cuestión de celos, dado que Carlos estaba con otra chica y a mí no se me veía mucho porvenir como novio de Ana; con mayor justificación, si teníamos en cuenta nuestro pequeño bache. De ser un novio en condiciones, no habríamos estado tres meses sin vernos.
Por el contrario, su padre, aunque fuera un hombre de aspecto serio, el típico padre de familia, en principio se sentía orgulloso de que su hija hubiera encontrado un buen partido, y Carlos, sin duda alguna, no colmaba esas expectativas. Tenía una opinión bastante poco favorable de aquella relación y no por llevarle la contraria a su mujer ni por ser un padre celoso, lo había aceptado con resignación. Era, más bien, una cuestión de diferencia de impresiones. Le había caído gordo el primer día y en tres años no le había hecho cambiar de parecer. Carlos no era mal partido, pero no el que hubiera querido para Ana o por yerno. Como hombre de negocios aseguraba saber bien por qué lo decía. Conmigo Ana esperaba que fuera más positivo y me aceptara bastante mejor, dado que, si aquella tarde me había ganado el favor de su padre, podía estar seguro de que se nos abrirían muchas puertas y lo que aquella tarde nos podían aparecer complicaciones acabarían siendo ventajas. Su padre nos apoyaría en todo lo que estuviera en su mano.
Con respecto a la ruptura con Carlos, podía estar tranquilo porque no había tenido nada que ver. En todo caso, había encontrado en mí el apoyo que le faltaba en su vida. El caso era que después de tres años de noviazgo, cuando parecía que la relación se afianzaba más, Ana acabó por darse cuenta de que realmente no se entendían también como daban a entender. El hecho de salir de su círculo habitual, aquel primer retiro al que habían acudido juntos, de algún modo, le había abierto los ojos. Su vida estaba en el Movimiento, pero no en ese chico. Y en medio de esas crisis, de esa penumbra que se hacía claridad en su vida, tuvo a la suerte de tropezarse conmigo. Lo que en principio le hizo creer que era peor el remedio que la enfermedad, que despertaba de una pesadilla para entrar en otra peor. Sin embargo, acabó entendiendo que sería un sueño maravilloso que se hacía realidad. El último de la lista de sus candidatos era tan apto o más que el primero, si ella no era muy exigente consigo misma.
Que me hiciese sentir como un sapo convertido, gracias a un beso, en su príncipe azul, no parecía una manera muy apropiada de dar sentido a nuestro noviazgo, por muy romántico que a ella le pareciese. Era la visión que su madre me había querido dar a entender al decirme tantas alabanzas de Ana. Sin embargo, los sentimientos que ésta transmitía parecían corresponder más a la impresión que me había causado su padre y confiaba que fuera tan buena como la mía a él. Yo no era ningún príncipe encantado ni se pretendía que lo fuera, sino, más bien, alguien de carne y hueso, con sentimientos, que aparte de poner a Ana en un pedestal del que no la bajase nadie, tuviera la suficiente cabeza como para que ella no se sintiera en las nubes. Carlos la había tratado a cuerpo de reina y conmigo Ana parecía estar descubriendo que las princesas de los cuentos también se visten por los pies y se hacen daño al tropezar, aunque tal vez en cuestión de tropiezos no fuera yo la persona más indicada para dar lecciones o servirle de ejemplo, porque algo de sapo, y no tanto de príncipe, sí tenía y los dos éramos conscientes de ello.
En ese ambiente de confianza y complicidad me preguntó cuándo pensaba marcharme a casa, la idea de que fuera el domingo, como los demás, no le hacía mucha gracia. Separarse de nuevo de mí le resultaba difícil de asimilar, a riesgo de que las distancias provocasen una nueva discusión entre nosotros, porque acordar otra cita se presentaba algo difícil y, ya que me tenía allí, prefería retenerme lo más posible, aunque la única solución viable, para no comprometer a nadie, fuera que me quedase en su casa, dormiría en la habitación de su hermano, aunque eso dependería de la consideración de sus padres. Si no les había causado una buena impresión a ninguno, no habría nada que hacer. Si había discrepancias entre ellos, con mayor motivo. Y si les había caído en gracia a los dos, volver a meterme en la boca del lobo, a mí me parecía precipitar los acontecimientos, dado que resultaría muy comprometido y no era algo que hubiera previsto. Lo que no significaba que no pudiera asumirlo, al menos por una noche, pero no era una cuestión que pudiéramos tomar a la ligera. Frente a mi indecisión y objeciones a su propuesta, recurrió a otra de sus sutilezas para vencer mis lógicos reparos, quiso que lo echásemos a suertes. Lo dejaríamos a la providencia divina. Quien de los dos considerase que había sacado más provecho a la convivencia sería quién decidiera respecto a lo que yo haría el domingo por la tarde; si sus padres no objetaban nada, me quedaría a dormir, de lo contrario no habría nada que discutir. Reconozco que ella jugaba sucio y lo dejaba todo en manos de la subjetividad de cada uno, más cuando me daba un aliciente para que aprovechase al máximo la convivencia y no tanto para que disfrutase de su compañía, para evitar lo sucedido en la Pascua. Si no reprimía mis impulsos, el domingo me tendría que quedar a dormir y la expectativa de enfrentarme tan pronto a sus padres no me hacía ninguna gracia. Aunque, si pretendía que fuera un refuerzo en nuestra relación, tampoco debíamos ignorarnos, pero estaba claro que Ana pretendía que cambiáramos las prioridades o al menos que los demás vieran que nos habíamos adaptado a la situación y no andábamos como dos tortolitos todo el día. No seríamos el centro de atención de nadie.