Manuel. Silencio en tus labios ( 2)

Por la mañana me encontré con Ana en la entrada de la capilla y no dentro. Quería darme los buenos días antes de pasar, aunque para ello hubiera salido de su habitación antes que yo. Aquel era nuestro primer despertar como novios formales, sin necesidad de que nuestro cariño se escondiera ante nadie. Esa preocupación me resultó curiosa y menos discreta de cómo se lo planteaban las otras parejas, una cuestión que Ana no se había planteado por imitar a nadie, sino porque tenía la necesidad de hacerme entender que la noche no le había hecho olvidarse de mí ni de lo importante que suponía que pasásemos juntos todo aquel día. Hacía ya doce horas desde nuestro encuentro en el portal de su casa y le apetecía celebrarlo, dado que poco más se destacaba de nuestra relación hasta entonces, aparte del hecho de que fuéramos pareja desde la Pascua, pero oficialmente sólo desde el día anterior para no tener demasiado en cuenta los últimos tres meses, porque nos habíamos peleado y la comunicación se había roto. Era preferible ser más positivos y pensar que lo de la Pascua sólo había sido un primer flechazo, que la verdadera relación se había iniciado en la puerta de su casa.

Durante el rezo de laúdes compartimos el diurnal, además del banco, lo cual viendo a las demás parejas tampoco tuvo nada de particular, se rezaba por parejas y era la mejor forma de entender el sentido de la oración compartida, aparte de que, para las parejas de novios, era la manera de marcar las distancias entre lo que era la vida individual y lo que se hacía en común. Después de haber pasado la noche cada uno en una habitación, apetecía acortar distancias, aunque Ana no consintiera que me acercara demasiado, no fuera que entendiese mal esa confianza o complicidad entre los dos; tan desesperada por estar conmigo no se sentía y el beso ya me lo había dado antes de entrar. En la capilla estábamos para rezar y no para hacer manitas, lo cual, en principio, no pensaba permitirme ni allí ni en ninguna otra parte. Doce horas de noviazgo no eran tiempo suficiente para pensar en que necesitásemos tanto cariño y era preferible que nos ganásemos esa complicidad antes de pensar en el primer guantazo, si no reprimía mis impulsos, si es que tenía alguno en aquellos momentos.

Como le dije durante el desayuno, era mejor que no se lo contara a nadie o se explicara bien. Habíamos cenado juntos y por la mañana desayunábamos allí. Pretendía ser sarcástico y su respuesta fue bastante más sutil y directa ante bromas de tan mal gusto como ese comentario. Me advirtió que el beso de buenos días de aquella mañana sería el primero de muchos o el último de todos, dependía de lo cauteloso que fuera con mis alusiones y de la impresión que diera a los demás de nuestra relación. Entendí que, si pretendía llegar sano y salvo al final de la convivencia, era preferible que mantuviera la boca cerrada o no soltara ninguna otra tontería como aquella ni tan ofensiva para los demás como para nosotros, aunque se hubiera dado la circunstancia de que ellos no hubieran cenado, pero sí pasado la noche bajo el mismo techo. Con lo cual o me quedaba claro que estábamos allí de convivencia o me empezaba a plantear algo más que el futuro de mi relación con Ana, más cuando ciertas palabras sacadas de contexto darían a entender que no estaba integrado y, en consecuencia, las puertas estaban abiertas para quien quisiera marcharse. No era mi caso.

Se estropeó lo que había comenzado como un día maravilloso y no es que Ana se enfadara conmigo, tan solo pretendió acentuar más el hecho de que estábamos allí de convivencia y oración, no de cachondeo y, en consecuencia, debía esmerarme, si quería ganar nuestra pequeña apuesta o, al menos, no perder el tiempo ni su corazón, porque si el aprovechamiento de aquel fin de semana resultaba demasiado diferente, sería señal de que no estábamos hechos para ser pareja o que uno de los dos no estaba poniendo lo suficiente para alcanzar esa estabilidad y entendimiento en nuestras vidas. No pensaba ser ella quien fallara, por lo cual toda la responsabilidad recaía sobre mí actitud, aunque el premio de tanto esfuerzo e interés durante aquel fin de semana estuviera en quedarme el domingo a dormir en su casa, cuando no en darle plantón e irme con quien me había llevado hasta allí con todo lo que de ello se derivase. Ella lo aceptaría resignada, pero sería un punto en mi contra. En definitiva, Ana pretendía salirse con la suya por las buenas o por las malas; por mi bien convenía que fuera con mi complicidad y compromiso.

Fue un día para replantearnos de verdad los sentimientos y expectativas de cara al futuro. En consonancia con la intencionalidad de aquel día dentro de la convivencia, no se pretendiera que los matrimonios rompieran ni las parejas de novios llegaran al final de su relación, más bien, al contrario, que todos nos reafirmáramos en lo que estábamos viviendo y sentíamos por quien se involucraba sentimentalmente con cada uno y a quien correspondíamos del mismo modo, aunque a mí Ana me hubiera puesto entre la espada y la pared, a pesar de que yo hubiera sido tan sutil con ella; de ahí que surgieran mis dudas con respecto a todo aquello, dado que no era la primera vez que me ponía en esa disyuntiva. Si esa iba ser mi vida a su lado, ésta perdía todo su encanto. Se me hacía más comprensible que Carlos hubiera roto con ella o que prefiriera olvidarla, dado el estado de tensión en que le había dejado. Ninguna mujer merecía que un hombre fuera tan ciego ante el amor ni tan siquiera por mucho que ésta asegurase que estaba locamente enamorada.

En el lado positivo de aquella balanza o disyuntiva, y que, de algún modo, debía compensar todo lo mal que pensara, estaba el hecho de no podía ser demasiado crítico con la actitud de Ana. Habíamos estado tres meses sin vernos, no nos habíamos dirigido la palabra y aquella era, prácticamente, la primera cita de nuestra relación como pareja y quizá los dos estuviéramos algo nerviosos. Procedíamos de ambientes distintos y eso se ponía de manifiesto de manera evidente. Frente a lo mucho que parecía que nos distanciaba, debíamos buscar lo mucho que nos unía y a partir de ahí unificar criterios. Es decir que esas discrepancias más que separarnos nos estaban uniendo, se entendía el interés que teníamos tanto el uno como el otro para favorecer ese acercamiento porque lo esperábamos todo el otro, pero no lo dábamos de nosotros mismos. Sólo era un comienzo. Ana ya tenía experiencia de ello y se mostraba tranquila en ese aspecto; con Carlos había estado tres años, aunque quizá las circunstancias de aquel comienzo no fueran tan desfavorables como las nuestras en general.

Entre los chicos, la novia más guapa era la respectiva porque, como estábamos en confianza, cuando no estábamos en la capilla, nos relajábamos y las conversaciones derivaban en cualquier tema sin que se perdiera nuestra coherencia de vida, aunque no renunciásemos a la individualidad de cada cual. Seguramente ellas hablasen de nosotros de manera que no nos cohibíamos al hablar de ellas como un modo de compartir puntos de vista. No limitábamos esa concienciación a la vida cotidiana ni sólo a lo dicho en las meditaciones, dado que el noviazgo o la relación dentro de la pareja no es sólo oración ni estancias en la capilla. En todo caso, eso se consideraba la fuente de la que bebiéramos para mantener esa unidad en el día a día. Si el compartir banco nos iba bien, lo demás no tenía que irnos peor. Es decir, mis hermanos me hicieron que comprendiera la importancia de compartir el diurnal durante el rezo de laúdes o que el hecho de sentarnos juntos era más relevante de lo que me parecía. La novia sería siempre esa chica que se sienta a mi lado en la capilla. Si para mí era importante la oración, sabría lo importante que era esa persona. Nuestra relación había de ser una oración continua y constante.

Ana me lo había querido a dar a entender aquella noche cuando me explicó su ruptura con Carlos y hasta que no se lo oí a los demás, no lo comprendí. Su mayor implicación en las actividades y vida del Movimiento, en vez de unirles más, les había distanciado. No habían sido capaces de compartir la oración, aunque en su vida cotidiana formaran una buena pareja. Les fallaba lo más importante, aunque a nivel individual lo viviesen en plenitud. Ana pretendía no cometer el mismo error conmigo, de ahí la ocurrencia de su apuesta, más allá de cuanto estuviera en juego. Lo primero era la convivencia y lo demás se obtendría por añadidura.

Como se solía decir, si aquello fuera un partido de fútbol, nosotros no estábamos allí para meter los goles ni para evitarlos, sino que chupábamos banquillo, de modo que cuando hubiera que salir al terreno de juego se contase con nosotros. Si no éramos capaces de mantener esa predisposición a jugar, el partido se daría por perdido, dado que no jugaríamos con ánimo de ganar. Además, no había nada deshonroso en mantenerse en el banquillo reprimiendo el deseo de jugar el partido, el día no duraba sólo noventa minutos y mi relación con Ana estaba en sus comienzos, aparte de que aquel partido yo aún no sabía jugarlo cómo debía.

Sólo un corazón
Cierra mis ojos, si ven pecado,
cierra mis oídos, si oyen palabras,
cierra y no me dejes ya abrir,
no consientas que el sentir dañe,
que confiese el no amar por ti,
no permitas que mi mente olvide,
porque sólo tú debes reinar en mí.
Escóndete, oculta de mí la tentación,
niega conocerme, si te hice daño,
si no sientes por mí una pasión,
si lo que busco en ti no es nada
porque me abrasaré en tu mirada,
recorreré tu belleza sin quererlo,
y lo que quiero está en el corazón.

Aquel día calentamos el asiento mañana y tarde, dado que hubo varias meditaciones y no menos ratos de oración personal y silencio entre medias, en los que alguno aprovechó para salir al patio a tomar el aire y comentar con unos y otros todo aquellos que se hubiera dicho durante la meditación, de modo que en mi caso era tan provechoso tanto quedarme en la capilla como salir fuera, sin tomar al principio conciencia de la importancia de quedarme en el banco, compartiendo esos largos periodos de oración personal con Ana, aunque no me hiciera demasiado caso. La actitud del uno y del otro reflejaba cómo estábamos pasando aquel día y lo que nos esforzábamos por mantener vivo nuestro noviazgo frente las adversidades. Lo cierto era que tras el incidente del desayuno, y dada su frialdad, tampoco me sentía con ánimos para aguantar allí sentado por encima de mis fuerzas. No sentía que la oración fuera realmente compartida, faltaba esa complicidad que, por otro lado, al salir al patio, tampoco yo favorecía. De hecho, hasta en una ocasión fue Ana quien se marchó, aunque yo hiciera el esfuerzo y me quedase.

Pero abrí los ojos
¿Qué haces aquí, Señor, si no estoy?
¿Acaso no recuerdas que me marché?
Me di la vuelta y me escapé de Ti,
te olvidé para poder marcharme,
puse distancias entre los corazones.
Y ahora que me he perdido tan lejos,
he abierto los ojos y te he encontrado,
me creía en el otro lado del mundo,
allí donde sólo sobrevive el pecado,
pero por una vez que abro los ojos,
veo que estás aquí, estás a mi lado.